viernes, 24 de abril de 2015

Mujer, casos de la vida real. 1

Un cuento que escribí hace un ratazo sobre algo que pasó cuando me las quise dar de viva por Amsterdam.

La próxima semana, otro cuento.

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Una voyerista menos.

La fascinación de ver y ser vista mientras estaba a solas con alguien se terminó cuando regresé a Ámsterdam el año pasado.

Mi amiga M es holandesa, vive en La Haya y trabaja en Ámsterdam desde hace un año, casi el mismo tiempo que no la veía. Una noche, después de cenar cerca de su trabajo, me hizo una propuesta mientras compartíamos un cigarrillo y pensábamos dirigirnos de regreso a su casa:
-¿Alguna vez has ido a un show de sexo en vivo? ¿Quieres ir?

Una de mis partes favoritas cuando voy a la cama con alguien nuevo (o que ya tiene más de una marquita encima en la cabecera) es el hecho de ver y ser vista. De ser vista con detenimiento cuando me quito la ropa o cuando ese alguien más me ayuda. De la mirada cómplice de un hombre cuando me deslizo entre sus piernas con mi boca y con mi propia mirada, seguir el rastro del hombre que se aventura entre las mías. Me parece delicioso el gesto de contención de un hombre cuando ya no puede resistir el orgasmo, y puedo quedarme absorta en la contemplación de ese momento tan delicado.

Pero todo esto corresponde a la esfera privada: solo hay dos personas que se observan mutuamente durante el juego y la entrega de cada uno. No hay terceros que me hayan observado, así que la idea de ser un espectador en ese momento me sedujo. Acepté la propuesta de M.

Juntas empezamos a buscar un local que cumpliera nuestros tres objetivos: bueno, bonito y barato. Y Ámsterdam, al basar parte de su encanto turístico en el sexo, no estaba dispuesta a escatimar en cobros.

Después de unos veinte minutos de buscar y de renegar frente a algunos locales por el precio, encontramos un local pequeño en el corazón del Distrito Rojo. Un local oscuro frente al rio que decía “PEEP SHOW – 2 EURO!”. Después de una breve consulta, apagamos nuestros cigarrillos y entramos al local. M le explicó en holandés al hombre que controlaba el lugar que era la primera vez que hacíamos esto, y que ninguna quería entrar a un cubículo sola. Unos minutos más tarde, entramos a una cabina y colocamos la moneda de dos Euros que nos daría derecho a ver y ser vistas por dos minutos.

No hay mucho misterio en el sistema holandés: un cuarto circular, rodeado por diez cubículos, lo suficientemente grandes para permitirle la entrada a un hombre (o en nuestro caso, dos chicas). Las ventanas son transparentes, así que quien se encuentra en el centro de la acción puede ver a sus espectadores y viceversa. Adicionalmente, el cliente puede colocar cuantas monedas quiera y quedarse horas enteras viendo a una pareja hacer maromas y penetrarse por cuanto agujero les sea posible.

El telón se corrió, dando inicio a nuestra función ya no tan privada. La cama del cuarto estaba forrada en cuero café, y tenía claros indicios de cortes profundos con un puñal. Encima de ella, un hombre y una mujer: ambos de edad indefinida, pero posiblemente cerca de los cuarenta y cuyos rasgos delataban su procedencia de algún país de Europa oriental. Él, con coleta de caballo, tatuajes y cara de pocos amigos. Ella, también tatuada y seguramente drogada hasta el cansancio.

Lo que estábamos viendo no era sexo, ni maromas. No era más que una función premeditada y hasta inducida por las drogas. Si, había penetración, y chupeteo mutuo, y alguna que otra mueca de satisfacción. Pero también había asco y estupefacción flotando en el ambiente, sensaciones que se colaron entre mi amiga y yo. El hombre que actuaba mientras penetraba a la mujer nos miraba, y con cada giro de la cama, fijaba su vista en nosotras dos, presas de nuestro propio impulso.

No podíamos dejar de ver, y no podíamos salir de ahí.
-Esto es asqueroso, decía M.
-¿Podemos irnos ya? Mírala, quien sabe cuanto tiempo lleva drogada.

De repente, un telón se cerró. Antes de eso, había visto la mano de un hombre colocar un montón de papel higiénico en el borde de la ventana. Estaba lista para devolver todo lo que había visto. M y yo nos acercamos a la puerta y la abrimos con las mangas de la chaqueta.

Salimos sin dar las gracias y prendimos dos cigarrillos. Mientras me contenía para no vomitar, aparecieron de la nada tres chicas norteamericanas. Lindas, delgadas, con un brillo inocente en los ojos y cara de recién graduadas de la universidad.

Una de ellas le preguntó a M que tal era el lugar del que acabábamos de salir. Dijeron que nunca habían hecho algo así, y querían probar nuevas sensaciones. Era su viaje de graduación y querían ponerle broche de oro a su salida de la noche.

M me miró y las miró a ellas. Empezó a decirles que no entraran, que quedarían traumatizadas. Pero después les dijo,
-Entren, y vean por ustedes mismas.

Apagamos los cigarrillos y caminamos hasta la estación de trenes, mientras nos pedíamos excusas mutuamente y jurábamos que nunca nadie nos volvería a tocar.

Yo, por mi parte, solamente volví a verme al espejo mientras estaba con un hombre hasta el mes pasado y volví a buscar una mirada cómplice en sus ojos. Pero ya no es lo mismo. El hombre con cara de pocos amigos me mira de vez en cuando, y para evitarlo, prefiero apagar la luz.

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